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MADRID, 5 DE SETIEMBRE, 1971

Depués del golpe de estado de setiembre de 1955, los militares sacaron el cuerpo de Evita del edificio central de la CGT en Buenos Aires. El cuerpo desapareció. Durante años la madre y las hermanas escribieron cartas y solicitaron audiencias con las más altas autoridades de sucesivos gobiernos argentinos y de la iglesia católica-sin resultado. En 1957, el cuerpo salió de la Argentina y fue sepultado en el Cementerio Maggiore de Milán, Italia, bajo el nombre de Maria Maggi de Magistris.
En setiembre de 1971 el gobierno militar del General Lanusse entregó el cadaver a Juan Perón, exilado en Madrid, España. Las hermanas de Evita, Blanca y Erminda, viajaron a Madrid, a Puerta de Hierro, a la casa donde Perón vivía con su tercera esposa, Isabel Martinez. Aunque en 1955 los militares habían prometido “ni vencedores, ni vencidos” su venganza llegó hasta los muertos. El cuerpo de Evita fue profanado: su cuello casi separado de su cuerpo, su cara disfigurada por los golpes de un martillo, su cara y su cuerpo tajeados con un cuchillo o con una espada, sus rodillas rotas, un dedo seccionado, la nariz completamente hundida, el zinc del ataúd perforado y el cuerpo cubierto y quemado con cal viva.
Las personas que visitan el Museo Evita de Buenos Aires pueden ver la documentación y los videos de lo que hicieron los militares con el cadáver de Evita después de haberlo sequestrado de la CGT. De ese doloroso reencuentro con el cuerpo de su hermana brotó el libro Mi Hermana Evita, que Erminda publicó en 1972. El recuerdo de la infancia compartida y la afirmación de la obra que su hermana realizó para los trabajadores, los pobres, los niños y los ancianos de su patria ayudaron a Erminda a cicatrizar su inmenso dolor.



Erminda Duarte
©Ediciones “Centro de Estudios Eva Perón”
Buenos Aires, 1972
Excerpts


NIÑEZ
Y ahora, como una llamarada, mientras miro tus párpados tan increíblemente serenos, surge ante mí el recuerdo de tu infancia, de la que fui constante compañera y testigo. En la época en que el sol nos parecía más grande, más encendido, nuestras sombras en el suelo iban tomadas de la mano. Ahora que te he vuelto a encontrar, aquel tiempo se me aparece nítido, con sus días en desorden, porque ¿quién podría ordenar los días de la infancia, más bien estallidos que se suceden aquí y allá?
¿Te acuerdas de aquella casa de Junín, en la calle Roque Vásquez 86, donde transcurrió parte de nuestros primeros años? Tenía dos grandes ventanas con balcones. ¿Y aquella otra casa en General Viamonte, con un monte frutal que nos parecía inmenso y un cerco de cina-cina? Se me ocurre que la cina-cina enseña a ser humildes; se cobre de flores amarillas parecidas a las del aromo y tiene hojas como de helecho, pero aun así no deja de ser pobre, y en invierno parece tan desesperada mostrando las espinas de su sufrimiento… Allí había también cinco o seis sauces llorones en fila, algunos álammos, dos higueras y la hermosa parra que formaba una glorieta en el fondo, una glorieta que era, en verano, una exhalación de frescura; y también había tres corpulentos paraísos a un costado de la casa.

¡Cómo te gustaba subirte a los árboles! Yo te seguía. Aunque menor que yo, las iniciativas eran siempre tuyas. Te veo trepar con una asombrosa rapidez, con destreza. Aunque los árboles fueran altos no tenías miedo: nunca en tu vida tuviste miedo, ni siquiera cuando supiste que ibas a morir. Sin embargo, lo recuerdo ahora de golpe mirando tu frente dulce, hubo una vez que te estremeció un miedo tremendo ante la idea de que un día tu pueblo pudiera volver al desamparo y a la humillación. La idea de que los trabajadores fueran despojados de sus derechos y que los más pobres sufrieran la indigencia te hizo sentir un miedo que desbarataba todo tu valor: te vi llorar lágrimas que te brotaban de ese miedo.

¡Eva, hermana mía! Sé que en todo esto que necesito expresar, saltaré de un recuerdo a otro, desordenadamente, pero es que la vida, el dolor y la alegría se ramifican, se entrelazan y si pretende aislar cada cosa se corre el riesgo de separar los hechos de su fuente. Quiero que mi recuerdo de ti sea vivo aunque por momentos parezca un remolino.
Necesito volver a la rememoración de tu gusto por subirte a los árboles y estar allí horas y horas con una especie de vocación de pájaro porque era como si anidaras; yo te hacía compañía y charlábamos interminablemente. Y hasta tal exageración llegaba esa costumbre, que al atardecer, cuando nos buscaban, lo primero era ir hasta nuestros árboles predilectos y levantar la vista. Sí: las dos avecillas estaban en las ramas más altas invariablemente, con mayor precision, en alguna horqueta. Te veo hamacándote en las ramas flexibles de los sauces; parecías tan leve, un gajo de viento. Y eso es lo que fuiste: un luminoso soplo que durante años arrasó tanta injusticia y despejó el cielo de nuestra patria. En los sauces de nuestra casa te balanceabas con gracia y al mismo tiempo tu impulso era vigoroso como fueron después todos tus movimientos, tus actos, tus decisiones.
Y ahora descubro cómo muchas de tus cosas de niña anunciaban de alguna manera tu destino.

NAVIDAD
¿Te acuerdas que mamá no podía comprarnos juguetes? Una máquina de coser y ella, trabajando de la mañana hasta pasada medianoche, cubrían nuestras necesidades. Reemplazábamos el juguete con el mundo mágico de la naturaleza. Estarás de acuerdo conmigo en que salíamos ganando, y que de alguna manera teníamos conciencia de ello. Nunca pedías nada, ya que en esa hermosa libertad entre árboles, hierbas y pájaros, lo tenías todo.
Pero de pronto fueron las vísperas de Reyes.
A los Reyes Magos sí les podías pedir un juguete bellísimo. El cielo no es mezquino. La expectative te arreboló; estabas encendida, como si se te acabara de ofrecer una posibilidad única. Pero no vacilaste; era lo que queries tener y lo pediste con fervor: una muñeca de gran tamaño.
La noche de aquel lejano 5 de enero dormiste sin reposo; seguramente el corazón te latía con fuerza. A la mañana corriste en busca de tus zapatos dejados en la ventana, y la viste. Quizá te habrá producido el asombro de una aparición. Era altísima y realmente bella. Pero tenía una pierna rota.
Mamá te explicó en seguida que la muñeca se había caído de uno de los camellos, y de ahí su mutilación. Lo que no te explicó nuestra madre es que había adquirido la muñeca casi por nada, sólo unas monedas, justamente a causa de esa rotura. Pero te dijo que los Reyes te la habían traído para que la cuidaras. Una misión dulcísima.
Te bastó oír esas palabras para desbordate en el acto de una piedad llena de ternura, una piedad que buscaba todas las formas de su expresión. No sabías qué hacer para que en su alma de juguete la muñeca se sintiera compensada de su desgracia. Le hablabas, le sonreías, la querías más que si hubiera estado sana. Elisa le hizo un vestido largo, casi hasta el suelo, para que no se notara la rotura de su pierna, y con su nuevo atavío la llevábamos a pasear, una de cada mano. ¡Veo aquello tan nítidamente! Tu carita vivaz toda preocupación porque el paseo la hiciera feliz. Acaso ella te sonreía, pero eran tus ojos los únicos que podían verlo, tus ojos que vieron el fondo de tantos sufrimientos, lo que nadie percibe.
Cuando la hacíamos caminar con su pierna de pobre muñeca mutilada, la tomabas con fuerza, cuidando de no tropezar, quizá temerosa de una segunda caída; y en aquella época a nada te dedicaste tanto. Cumplías tu misión con fervor y también con alegría. ¿Intuías acaso que ningún acto de amor, de solidaridad, debe ser tristes? La alegría es el desprendimiento luminoso de uno mismo, y nadie puede dares a los demás de otra manera.
Sé qué cantidad de valor tenías que extraer de ti misma cuando presenciabas la invalidez de un niño. Le sonreías, le infundías toda la esperanza del mundo con un amor que acaso reconocía la existencia de una lejana raicilla en la primera piedad que sentiste en tu vida, quizás aquella vez que tuviste que amparar a una muñeca caída de un camello.
¿Tembló su imagen en el fondo de tus recuerdos la vez que un chico inválido, llevado a la Secretaría de Trabajo en brazos de su padre, te pedía con los ojos que lo ayudaras a caminar?
El chico tenía parálisis infantil, y el padre, un hombre muy humilde, te pidió los medios para llevarlo a Estados Unidos y ponerlo en manos de una enfermera que había alcanzado fama por la terapéutica que aplicaba y que en muchos casos había dado buenos resultados. Estaba allí el doctor Oscar Ivanissevich y le requeriste su opinión. El se opuso al viaje y te dio sus razones con estas palabras:
-Señora, es inútil, ya que nada se puede hacer puesto que la medulla está interesada. No hay remedio y sería totalmente en vano mandarlo.
Pero entonces te ocurrió algo, lo que te sucedía siempre frente a casos sin solución. En tu niñez y en tu adolescencia una de tus características dominantes era encontrarle solución a todo; te negabas a aceptar, desde entonces, la idea de lo insoluble. Aun frente al desahucio buscabas algo que salvar. Y lo encontrabas. Lo que no ven los demás. Sin perder un instante le replicaste al doctor Ivanissevich:
- Lo voy a mandar igual. ¿Sabe por qué, doctor? Porque si no lo hago, este pobre padre se va a quedar con la pena de pensar que por no tener medios su hijo quedará para siempre paralítico. En cambio, si va y allí se convence de que nada se puede hacer por el niño, volverá por lo menos con la tranquilidad de saber que por su hijo se hizo todo lo possible y tendrá fuerzas para sobrellevar esta carga tan pesada. ¿No le parece? Quién hubiera ido más allá en la delicadeza de tus sentimientos? Nadie había advertido que alrededor de lo insalvable había alguien a quien recuperar. No pudiste salvar al hijo pero de alguna manera salvaste al padre. Es que nunca te limitabas a los problemas en sí mismos, y percibías que detrás de un rostro doloroso siempre hay otros rostros tocados por el dolor.

Claro que no todo en nosotras dos, las menores, era despreocupación. Nos afligía verla a mama, tantas y tantas horas sentada a su máquina de coser, esa máquina trepidante, obediente a la exigencia de ella, que nos permitió vivir con decoro.
Pero lo que más nos afigió en aquella época fu ever cómo a nuestra madre empezaron a llagársele las piernas a causa de los várices. Pero ella no cedia al dolor y continuaba trabajando.
Sus úlceras eran impresionantes, así como el padecimiento que le producían. Todas las mañanas teníamos que ayudarla a levantarse de la cama, haciendo un gran esfuerzo. Y ella con verdadero estoicismo lo soportaba todo y no se concedía una pausa en su trabajo. Eramos testigos y participles de esa difícil resistencia en la que no había lugar para una sola queja. Recibíamos cada día esa lección de entereza moral. A nuestra madre la veíamos sufrir indeciblemente y, al mismo tiempo, no postegar su deber, no supeditarlo a su necesidad de reposo.
Cuando el medico le recomendaba el descanso imprescindible para la curación, ella le replicaba vivamente:
- No tengo tiempo. Si descanso, ¿como trabajo, cómo vivimos? Y cuando años más tarde mama te veía consumirte en tu vocación de amor por los desamparados, por los seres más sufrientes del pueblo, y te decía:
- Hija, ¿cómo vas a seguir así? Necesitas reposo. Cada día vas a estar peor.
En el acto, también vivamente, le respondías:
- No puedo, mama. No tengo tiempo.

EL SEÑOR BUEN DIA
El gesto tuyo espontáneo de acudir en ayuda de los necesitados fue uno de los rasgos constantes de tu niñez. Fue también un signo de nuestro hogar. La gente sabía que nunca se golpeaba en vano la puerta de la casa de los Duarte.
¿Recuerdas al viejito Buen Día? Era uno de esos seres que a fuerza de sufrir y humillarse parecen cargar con más años que los propios, venir desde un tiempo lejanísimo en donde todo se ha convertido en residuo menos la humildad. ¡Parecía tan desamparado! Sus ojos habían salvado una luminosa dulzura, como si todavía tuviera algo que agradecerle a la vida. Pedía limosna. Y en cuanto llegaba eras la primera en correr a atenderlo.
Si venía por la mañana, saludaba con un “¡Buen Día, m’hijitas!” y si a la tarde, también con un tembloroso “¡Buen Día!”
Y si venía al anochecer, también decía “¡Buen Día!” Eras tan occurente, Eva, que lo apodaste el vieijito Buen Día. Nada más acertado, ya que esa fórmula de salutación era lo que en mayor grado lo caracterizaba. Para él, que había acumulado tanto tiempo, sólo existía el día, sin divisiones; quizás para él hubiera sido mayor carga recorrer el itinerario de la mañana, de la tarde, de la noche. Quizá sucede eso cuando sólo se comen mendrugos.
El hecho es que cuando él llegaba, no sólo eras la primera en salir a atenderlo, sino que promovías un verdadero revuelo en la casa, corriendo agitada, para que mamá te diera algo para el viejito Buen Día. Y ella, que tenía que hacer el milagro cotidiano para que en el hogar no faltara lo indispensable, no dejaba jamás de socorrerlo. Recuerdo que corríamos felices con la ayuda, pero como eras más ágil y ligera qeu yo, siempre llegabas primero. Ahora sé que fue tu corazón y el profundo amor que tuviste por los desamparados lo que te hacía llegar antes. Ahora lo sé.
Nadie sabía, o al menos nosotras no sabíamos, dónde vivía el viejito Buen Día, de dónde venía, quién era… Tal vez un matorral era su vivienda, tal vez la soledad era su familia. Se trataba, sin duda, de uno de esos seres a quien la sociedad va expulsando de sí, como si hubiesen dejado de ser humanos, aunque él aún guardaba fisonomía de hombre, desdibujada por las vicissitudes y los pesares, aunque todavía sabía saludar a los demás con su ¡Buen Día! El hecho es que fue el primer viejo en desamparo que despertó tu piedad y tu necesidad de socorro.
El primer Hogar de Ancianos que corporizó esa suma de derechos en el ambiente luminoso y alegre que tuvieron todas tus instituciones, fue el de la localidad bonaerence de Burzaco. Le sucedieron los de Córdoba, Santa Fe, San Juan, Tucumán, y Comodoro Rivadavía. La clásica concepción del asilo, sombrío, inhóspito, con un aspecto de lugar de castigo, fue desbaratada por tu ternura. Colores claros, mucha luz a través de grandes ventanales, verdor en torno, es decir, un sitio para seguir viviendo y no para esperar la muerte.
Después vinieron los otros, hasta llegar a los “Derechos de la Ancianidad” a la asistencia, a la vivienda, a la alimentación, al vestido, al cuidado de la salud física, al cuidado de la salud moral, al esparcimiento, al trabajo, a la tranquilidad, al respecto.
Estoy segura que cuando estableciste estos derechos innegables a una sociedad que quiere ser justa, la figura quizás borrosa, pero aún viva, estremecida de aquel limosnero, de aquel viejito Buen Día, como atinaste a bautizarlo, debió surgir de tu memoria, flotar en ella. Pienso que lo recordaste, pesarosa acaso de que él no pudiera ampararse en tales derechos, salir de su soledad y de su itinerario de tantas puertas golpeadas. Tal vez esperaste verlo el día de la proclamación del Decálogo que contenía los Derechos de la Ancianidad, acercándose a ti, simplemente para decirte: “Buen día… m’hijita.”

ADOLECENCIA
Blanca se recibió de maestra y empezó a ejercer en el colegio de las monjas; Elisa continuaba empleada en el Correo y Juan trabaja en la farmacia principal del pueblo.
Todo ello significaba que nuestra situación económica había mejorado. Yo acababa de ingresar en el Colegio Nacional y tú, Eva, estabas aún en la escuela primaria.
Yo pertenecia a la comisión del Centro Cultural y de Arte de los estudiantes. Editábamos una revista y hacíamos representaciones teatrales; todos los años poníamos en escena dos o tres comedias. Y aunque no pertenecías al colegio secundario, venías a ayudarnos y a actuar con nosotros. ¡Te sentías tan feliz sobre el escenario! Tu sueño de ser artista, ya despuntado en tus primeros años de infancia, empezó así a ser real, a tornarse más fervoroso.
Te encantaba leer y recitar poesías.
En Junín había una casa de música que había instalado un altoparlante en la calle, y muchachos y muchachas declamaban, cantaban, decían monólogos. Por vez primera y a través de ese altoparlante tu voz abarcó un área espaciosa, la de parte de Junín, unas cuantas cuadras a la redonda. Años más tarde tu voz abarcaría el país entero, y tus palabras llegarían a todo el mundo.
Coleccionábamos fotografías de artistas ya desde chicas. Y también trabajábamos. Nuestra madre, que había sufrido cambios de fortuna y afrontado situaciones duras, sacrificadas, nos impuso aprender las tareas de la casa, que ocuparon un sitio en medio del vaivén de nuestros juegos y de todas las figuraciones que encendía nuestro deseo de ser actrices.
Y occurrían cosas como ésta: cuando me tocaba a mí secar los platos te ofrecías a reemplazarme en la tarea a cambio de la fotografía de un artista para completar tu colección. Tener que secar los platos no nos gustaba a ninguna de las dos; lo que preferíamos en cuanto a obligaciones era estudiar y hacer los mandados. Sin embargo, parecías tan entusiasta al ejecutar ese trabajo que dabas la impresión de estar haciendo algo fascinante, quizás debido a la gracia de tus movimientos que no provocaron nunca, pese a su rapidez de verdadero vértigo, la rotura de un solo plato. Después corrías a guardar el rostro recortado de una revista, el rostro casi ilusorio de un actor, de una actriz, soñando seguramente con un escenario. Algunos años más tarde ese empecinamiento tuyo por el arte, esa vehemencia que se sostenía y que nada conseguía debilitar, te llevó a resistir la oposición de nuestra madre. Es que ella quería salvarte de todo riesgo; además había consolidado de tal manera en nuestro hogar una pas luminosa, una paz de pequeño paraíso, que la sola idea de imaginarte lejos de ese ámbito protector la sobresaltaba. Porque era grande el alejamiento que tu vocación te imponía: querías irte a Buenos Aires. Sólo en la gran ciudad podías encaminarte.
El conflicto persistía. ¿Cómo disuadirte de tu determinación? ¿Quién pudo, en toda tu trayectoria, debilitar siquiera una convicción tuya? Cuando llegabas a la conclusión de que debías realizar algo que en ti había cobrado vida, tu voluntad se volvía imbatible. Sólo así pudiste hacer tu obra. Tenías el ardoroso empecinamiento de los predestinados.
No obstante, nuestra madre, a fuerza de salvaguardar esa seguridad nuestra que ella había construido, día a día esforzadamente, no accedía a tus súplicas. Pero cuando sintió que su negativa perdía firmeza le comentó tu deseo de ser actriz al doctor José Alvarez Rodríguez, rector del Colegio Nacional de Junín, y viejo amigo de la familia. Y éstas fueron sus palabras:
- Doña Juana, éste es el consejo que le doy: los padres no deben torcer nunca la vocación de sus hijos. Deje a su hija que vaya; si fracasa no tendrá de quien quejarse, y si triunfa, mejor para ella. Usted habrá procedido como debe, no torciendo su camino.
Tanto insistió el rector que mamá a regañadientes te llevó a Buenos Aires. Te acompañó ella misma a Radio Nacional. Se propalaba una audición en homenaje a la ciudad de Bolívar y te hicieron declamar con micrófono abierto. Recitaste una poesía de Amado Nervo que siempre te conmovió hondamente, que quizás te planteó uno de esos grandes interrogantes que se forman en uno en la adolescencia. Se trataba del poema “¿Adónde van los muertos?”
Lo recitaste con tal estremecimiento de tu sensibilidad, desentrañando tan patéticamente su contenido, que el director de Radio Nacional, que entonces era Pablo Osvaldo Valle, que te había oído, pidió que te condujeran a su presencia.
Entraste en su despacho acompañada por mamá. Instantes después firmabas un pequeño contrato. Todo ocurrió tan rápidamente, todo respondió de tal manera a lo que esperabas, que se hizo inevitable tu permanencia en Buenos Aires, en donde te quedaste en casa de los Bustamante, viejos amigos de nuestros padres. En cuanto a mamá, volvió sola a Junín, furiosa con el rector del Colegio Nacional, furiosa con todo el mundo.”

 

Nota:
En muchas biografías de Evita, los autores sostienen que ella fue a Buenos Aires con Augustín Magaldi, un cantor de tangos.
Pero… “los diarios juninenses Democracia, La Verdad, El Amigo del Pueblo y Orientación no registran la presencia de Magaldi en Junín en los años 1934/35. ¿Omitirían justamente esta presencia cuando sus páginas nos hacen saber de la de todo artista llegado de la capital para actuar en el Teatro Italiano, en el Crystal Palace o en los clubes sociales? Ciertamente no.
“Según Roberto Dimarco, el cantor [Magaldi] estuvo allí en tres oportunidades: abril de 1929, diciembre de 1936 y marzo de 1938. En esos años Eva no estaba en Junín.” (See Noemí Castiñeiras, El Ajedrez de la Gloria: Evita Duarte Actriz (BuenosAires: Catálogos, 2002), 27) Eva y Magaldi no estuvieron en Junín al mismo tiempo, aunque es posible que se hayan conocido en Buenos Aires, ya que los dos trabajaron en Radio París.
“La revista Antena se hace eco del éxito de las ‘interesantes actuaciones dedicadas a la ciudad de Bolívar’ que vienen emitiéndose por L.R. 10 (Revista Antena, October 6, 1934), cuyo director artístico era Pablo Osvaldo Valle” (Castiñeiras, 27).

Evita dijo diez años después: “Siempre recuerdo con profunda emoción mi primera actuación en radio. Yo era muy niña y comencé a recitar ante el micrófono de Radio Nacional. Todavía no me explico bien cómo pude vencer la nerviosidad del debut.” (Castiñeiras, p. 26)


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